Los adioses
suenan casi a mentira incalculada, a autoengaño,
a promesa ahogada en resignación.
Los adioses
suenan a copas rotas de las que jamás bebieron dos personas,
suenan a grillo en oído, son un crepitar de impotencias,
suenan a gritos sordos,
a labios mudos.
Los adioses suenan acaso
como suenan los juegos en que perdemos,
suenan a imposibilidad casi palpable,
suenan a lugar en el que a días tuvo lugar un abrazo
a lugar en el que ahora sólo permanecen vivos los fantasmas del recuerdo,
eternamente abrazándose,
eternamente pasado.
Los adioses suenan a vuelta de cama sin búsqueda,
suenan todas las mañanas, a sonrisas forzadas que quieren enmascarar
-de forma catastrófica- un llanto,
suenan a paladas de tierra a modo de olvido,
con las que cubrimos el cadáver de lo que en su día fuimos.
Los adioses suenan a habitaciones acostumbradas al sexo,
que se lamentan de no poder masturbar su alegría simplemente viendo,
viviendo,
y reviviendo la compañía,
suenan a plato sobre la mesa que hoy comerá sólo,
suenan de dos en dos a modo de pasos, pero ya no de cuatro en cuatro.
Los adioses
son cadenas que pesan en los tobillos,
y suenan a arrastrar de hierro y tristezas,
a bandera blanca en contra del tiempo,
suenan a súplica de reo condenado, y dentro de poco muerto
suenan a fuerte latido que nadie escucha,
suenan a guillotina deslizándose hacia abajo durante dos segundos
escasos,
insuficientes.
Los adioses
son ruidosos y para nada discretos,
causan escándalo y a veces peleas,
los adioses suenan como suenan los besos de los que se despiden,
los adioses suenan como suenan los suspiros de los que añoran,
y entre tanto ruido sólo habita el silencio
frío,
desesperanzador,
doloroso,
de una boca callada,
que ya no tiene a quien regalar palabras.
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