"Soy un vampiro, y tras años y años de experiencia aprendí a soportar la luz del sol, los ajos, y las estacas en el corazón."

~Jack Red

23 agosto 2010

A falta de nada

Llegas a casa con los pies aún clavados a un suelo de alquitrán, y lo que menos te apetece es sangrar poesías que acaricien las teclas,
no es momento de vomitar, aunque sientas náuseas,
aunque necesites hacerlo no lo haces, porque no hay fuerzas para empujar esas lágrimas, porque te tiemblan las piernas,
y te ríes de ineptitud ante la tristeza, te alegras -¿te alegras?-
también porque sabes que siempre has tenido la opción de presumir de las cicatrices
como si acabases de salir de una guerra -¿qué guerra?-
como si mañana fuese a ser el día en que te reunirás con tus colegas de siempre
-ya sabes, esos que están tan lejos-
para contarles "yo una vez..." con cara de querer que te escuchen, y sin embargo, no lo hacen.

Te retuerces la espalda sobre una silla giratoria y piensas que quizá no es momento de pensar en esas cosas,
-por supuesto, en ella-
piensas que el cansancio no la echa de menos, y en poco te equivocas,
piensas que se te cerrarrán solos los ojos en los próximos diez minutos de película,
y por eso esperas el instante preciso, el momento perfecto, para decir un te quiero que nadie escuche,
que se lo lleve el aire acondicionado, que se diluya en la oscuridad,
en un susurro que casi es silencio,
en un instante que casi es olvido,
en un presente que ahora es pasado,
porque no hay prisa en el fondo, nunca la hubo,
te acaricias el cuello en gestos que tampoco es que sean tuyos, para aliviar tensiones quizá,
para mentirte una vez más, tal vez.

Echas un ojo a ese entorno que es tu alrededor y ves todas las cosas que son tu vida o que al menos lo fueron,
todo lo que eres tú y no está en ti,
-libros, cuadernos, en fin, objetos-
y un pensamiento pirómano cruza tu mente, prendiendo fuego a todos esos recuerdos que, bueno,
ya poco importan, ¿no?
crees que es hora de hacer las maletas para no ir a ninguna parte, y no miras el móvil porque sabes que aún no te ha llamado nadie,
y con esa seguridad levantas tu culo del asiento,
te asomas a la ventana,
lanzas un grito sordo sin siquiera abrir la boca,
más bien cerrando los ojos,
sientes que era lo que necesitabas, quizá una bofetada de aire fresco en toda la cara,
que hiciese volar todos esos pensamientos suicidas, a los que aún les faltan navajas.

Entonces,
te caes en el suelo de tu cama
que ya podría ser cualquier otra.

Y así, todo lo que podría haber sido esa noche se convierte en un golpe seco de tablas de madera en el suelo,
en un severo ronquido rendido al sueño,
en un suspiro que se mueve a escasos metros por segundo,
en un fundido a negro que dice más que todas las palabras calladas
y en un último arrebato de lucidez piensas que quizá
los besos más sinceros del mundo
se los llevan las almohadas.

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