"Soy un vampiro, y tras años y años de experiencia aprendí a soportar la luz del sol, los ajos, y las estacas en el corazón."

~Jack Red

25 octubre 2010

Ya verás, Saúl

Recuerdo que se llamaba Gonzo. Era una especie de pitbull americano o algo así, al dueño le gutaban los perros grandes, no se qué clase de asqueroso complejo tendría para generar en él la necesidad de presumir de semejante animal. Le gustaba dejarlo suelto en el jardín de su casa, cuya entrada era una enorme puerta de barrotes de hierro que tenía como cerrojo uno de esos antiguas, corredizos, con un agujero donde colocar un candado.

Ese perro estaba loco, y era gigantesco, casi como mi amigo y yo juntos, que por entonces tendríamos diez u once años, no lo recuerdo bien. Joder, las mierdas de ese animal eran más grandes que las de ambos juntas, o eso decía él. A Saúl y a mí nos encantaba colocarnos al otro lado de la puerta y tirarle globos de agua a la enorme bestia, que se volvía loca entre ladridos. Nos burlábamos y cuando el acomplejado de su dueño salía de la casa con la intención de reñirnos (o pegarnos, quién sabe, nunca nos cazó. Para él eramos los "malditos cabrones".) nosotros nos montabamos en nuestras mountain bike, y nos largábamos de allí cagando leches. Y así nos entreteníamos un par de tardes cada semana, durante todo el año. Sí, en aquél pueblo no había mucho que hacer para dos chavales de nuestra edad. Después de la carrerita en bici, siempre nos ibamos a la cooperativa, a esas horas el sitio estaba desierto, y para nosotros era como un santuario, donde la luz del atardecer se mezclaba con la imagen de ese árido paraje de arena seca, yerbajos, y una pradera extensísima que terminaba en una cadena montañosa allá por el horizonte. Nos sentábamos en el suelo de cemento, con la espalda contra la pared que nos daba sombra. Se podían ver los pueblos de alrededor desde allí, y una cuantas casas desperdigadas por todo el lugar. Era perfecto, allí nos sentíamos como en casa, entre palés de madera, montones de tuberías, y silos de pienso enormes tumbados en el suelo. En invierno soliamos meternos dentro de éstos, y hablar allí de nuestras vidas y nuestros sueños, ya sabes, lo que queríamos hacer en el futuro, las chicas que nos gustaban, nos quejábamos de nuestras familias, nos comíamos algunas bolsas de cheetos, nos hacíamos preguntas, nos reíamos, jugábamos a pasarnos una pelota de tenis desgastada, en fin, nos entreteníamos hasta que el sol terminaba de esconderse y ya era hora de marcharse a casa. Muchas veces nos preguntabamos cual era la última excusa que le habíamos puesto a nuestros padres por llegar tarde, se trataba de ver quién era más original. Recuerdo que una vez me contó que le dijo a su madre que había llegado tarde porque una serpiente enorme le cortaba el camino. Es estúpido, pero en aquel momento me hizo tanta gracia que aún hoy puedo escuchar las palabras de Saúl como recien salidas de su boca, con ese tono de voz que ponía cuando quería imitarse a sí mismo días atrás.

Una vez trajo cigarrillos. Se los robó a su madre, y le costó una bronca del copón. Al principio tosimos mucho, hasta que le pillamos el truco, luego todo se quedó en un sentimiento de comodidad y de superioridad ante el mundo, como si estuviésemos en el clímax de nuestras vidas, allí sentados los dos, en la sombra, con todo brillando de un color naranja intenso, entre todos esos tubos de metal, y tablas de madera. A nadie le importaba, y a nosotros no nos importaba todo lo demás, gozábamos de la empatía del otro de una forma especial, como sólo lo hacen los mejores amigos. No necesitábamos más mundo que ese, hasta que llegaba la noche, y se encendía sobre nosotros el único foco en unos cuatrocientos metros a la redonda.

Ese día no había candado en la puerta del jardín de Gonzo, pero entonces no lo sabíamos. Antes de llegar el perrazo ya estaba ladrando y empujando la puerta. Saúl tiró el primer globo, gritando: "¡Gilipollas!", le encantaba usar esa palabra, y la bestia enfureció y gruñó. A mi siempre me dió bastante miedo, y ésta vez no fue menos, no paraba de zarandear la puerta, de amenazarnos de muerte en su idioma de ladridos y dientes. Lancé un globo que le dió de lleno en la cabeza, el perro se alejó gimiendo, pero regresó con fuerza y más iracundo. Fue entonces cuando nos percatamos de que el cerrojo se estaba corriendo poco a poco, y estaba a punto de soltarse. Le dije a Saúl: "¡Corre, que se sale!", él me dijo que me esperase, y lanzó el último globo justo antes de echar a correr hacia su bicicleta. La puerta cedió, y yo ya estaba subido en la mía. Ambos comenzamos a gritar, asustados. Pedaleé lo más fuerte que pude, sin mirar atrás, acojonado, creyendo que la bestia me alcanzaría. No fue así, tras recorrer unos metros noté que no me seguía, NADIE me seguía.

Frené en seco y giré la cabeza.

Demasiado miedo como para moverme, el acomplejado del dueño salió de su casa mientras el sangunario animal estaba destrozando el cuerpo inerte de mi amigo, que se zarandeaba entre sus dientes como si fuese un muñeco. Yo permanecí ahi de pié, completamente en blanco, hasta que la ambulancia llegó. Luego regresé a casa, e improvisé una excusa genial, que casi logré que mi madre se creyese.

-Ya verás cuando se la cuente mañana a Saúl -Pensé, con una sonrisa hueca nadando sobre la almohada -Ya verás.  

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