cayéndome loco en cada chiste y saliendo de vez en cuando a respirar aire a San Justo,
donde con suerte podía encontrarme al punky vendecervezas de la noche, o a la pareja del finde dándose el lote entre dos contenedores.
Lo llaman paraíso,
todos aquellos dueños de sonrisas ebrias
posadas en bancos de piedra con la mirada ausente
y sin hielo ya en sus copas rebosantes
rebosantes de ésa tristeza que no le contaron a nadie,
de esas lágrimas que se tragan a espaldas del mundo,
el vello erizado de un frío que ya no sienten,
las manos agarrotadas de soportar tanto vaso interminable,
y el corazón llorando etanol, agotado por tan lenta pena de muerte.
Entré y la vi,
la vi mirarme entre todas esas cabezas de otros,
con esos ojos cartógrafos trazando rumbos imposibles hacia los míos,
un segundo de ojos curiosos de un rincón a otro del bar,
que me imbuyeron una vez más de valentía
media sonrisa de lejos,
que se convirtió en imagen inolvidable
y un cuarto de vaso cargado de ron
que la despediría,
hasta otra noche
o hasta otro día.
Me sentí poeta de nuevo al verla caminar sus alegrías por encima de los improperios,
poeta de esos que empuñan versos y lloran escuchando canciones,
de esos que presumen su vida y su banda sonora escribiendo,
de esos que forjan cadenas que se deshacen a base de besos, para amarrarte con ellas a la libertad,
que labran futuros inciertos ladrillo a ladrillo, sentimiento a sentimiento,
que aún creen en el amor,
de esos poetas sin musa que exprimen su corazón en un tintero para tener con qué enamorar a quien no le quiere,
poeta condenado a morir regalando su aliento,
a cambio de un par de esperanzas, sobre las que poder apoyarse, a modo de bastón.
Me sentí de nuevo,
humilde,
pequeño,
tal y como me recordaba,
y eso, qué voy a decir,
me alegró.
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