"Soy un vampiro, y tras años y años de experiencia aprendí a soportar la luz del sol, los ajos, y las estacas en el corazón."

~Jack Red

20 marzo 2011

Atardecer en un zapato

El bodegón era sencillo. La tela de fondo era roja, pero roja más bien tirando a granate, roja oscura, casi como la sangre, pero más apacible, más suave, parecía típica tela que envuelve una amplia y pornográfica cama, con su respectiva dama llena de lujuria invitándote a navegarla, con palabras de deseo que nada tienen que ver con el amor, una trampa para inocentes, un juego para veteranos, sí, de esa clase de rojo hablo. 

Sobre una mesa se situaba el jarrón blanco sin flores, el de las bandas azules en el cuello, sí, el de el asa de perfil, sí, con su tacto frágil e inocente, en contraste con la tela de fondo, sin arrugas, pero con esas sugerentes curvas, a veces tan difíciles de copiar aunque a la vista resulten tan sencillas, está mirando ligeramente hacia la izquierda, sin querer mirarte a la cara, ese jarrón blanco engañoso, cuya piel repleta de sombras y reflejos es todo un laberinto de tonalidades y brillos imposible de superar, largos días pasaras descifrando el misterio del blanco, que no es más que blanco, pero un blanco que refleja todo un mundo ajeno al bodegón, que te lo muestra tan distorsionado que parece burlarse de ti, y para colmo tienes, debes pintarlo. 

A su derecha la clásica botella de vino verde vidrio, vacía, para no variar, y sin etiqueta ninguna, odiando por siempre la publicidad, medio ebria todavía, sólo mirándola puedes percibir un ligero olor a tinto rancio, a resaca. Dentro de ésta se encuentra una rama seca ya, de la que brotan un par de hojas, también secas, caídas, muertas, borrachas quizá. Un divertido pensamiento cruza por mi mente, y pienso que quizá sea esa rama quien se haya bebido la botella. Tampoco es una idea tan descabellada.

Delante de la botella, un poco más hacia la derecha, está la mazorca, una mazorca a lo Van Gogh, tan amarilla como él, desafiando toda realidad con sus desérticos tonos, y su nostalgia, se echa de menos un azul a su lado, un cielo de pájaros negros, un puñado de trigo, un girasol, mimbre, o algo así. Muy familiar, muy rural, enamoraría a cualquier anciano.

El zapato. El zapato delante del jarrón. El zapato de cuero delante del jarrón, a la izquierda de la mazorca. El zapato de niño de hace décadas. Un zapato de cuéntame. Un zapato de cuero de cuéntame, de niño guerra civil, un zapato de franquismo. Ese zapato marrón oscuro, gastado, viejo. Un objeto en el que la juventud y la vejez se fusionan, dando lugar a un sentimiento de nostalgia que no nos pertenece, como si comprendiésemos una pesada vida que no fue la nuestra, un mudo zapato que cuenta mil historias. Es marrón oscuro, no lo olvides, de cuero, de hace décadas, y está delante del jarrón. Mirando a la derecha, no con otra intención de que veas las cicatrices de su costado, dónde se esconden sus cordones, esas costuras aún firmes, esas lágrimas de barro aún en el borde de una gastada suela de goma.

Y el atardecer, o mejor dicho, la manzana, dentro, en la boca del zapato. Lo que pasa es que en el cuadro de ésta mujer la manzana aún no está terminada. En el cuadro de ésta mujer es lo único que falta, aunque me inclino a pensar que la imagen de por sí ya es preciosa. Esa manzana inacabada que parece una ventana hacia un atardecer. Manzana sin sombras degradada del rojo al amarillo, un círculo conceptual puesto sobre la realista pintura, un agujero en el cuadro, que se asoma al atardecer. Atardecer en el que faltan las sombras negras de los pájaros que vuelan hacia el sol, atardecer en el que faltan las colinas y las parejas sentadas en el césped, o un banco, o bajo un árbol, como en un cuento. Atardecer sin música, al que le faltan nubes, un plano atardecer, un atardecer ausente de todo menos del cielo, y a a pesar de, o sobre todo por ello, infinitamente hermoso.

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