"Soy un vampiro, y tras años y años de experiencia aprendí a soportar la luz del sol, los ajos, y las estacas en el corazón."

~Jack Red

16 julio 2012

Sol y réquiem

A mi madre y mi abuela, que no se preocupen, agarro muy fuerte mis recuerdos.

Cuando era niño y alguien del pueblo moría, la gente se vestía de negro, agarraban con fuerza todo lo que podían recordar de esa persona, como aquella vez que le pagó la gasolina a tío Alfredo o aquella anécdota tan graciosa de la mantequilla, y salían a la calle, rumbo a ese edificio viejo que se encontraba "un poco más allá" del puente del encinar. Para llegar allí, había que recorrer una calle escoltada por árboles de hojas verdes y rojas que se erigían firmes como guardianes indestructibles. Recuerdo que las ramas se movían con el viento, y hacían un ruido como de cascada, fresco y distante. 

Recuerdo el sol...

Cuando era niño y alguien del pueblo moría, siempre hacía mucho sol, un sol abrasador incluso en invierno. Esta vez se murió Doña Camila, que había sido maestra de mi papá cuando él era pequeño. Mi mamá me vestía con la camisa y el pantalón negros, y mientras me decía muy entristecida: -Hijo, tienes que agarrar muy fuerte todo lo que seas capaz de recordar de ella, y no lo sueltes, por lo que mas quieras, entonces cuando llegues allí y la veas tumbada mira los recuerdos y suéltalos uno por uno, no tengas prisa, deja que vuelvan a ella, y cuando termines sales y nos esperas en el banco, ¿Me has entendido? 

Yo asentía con la cabeza...

-Sobre todo no se te ocurra hablar.

Cuando era niño y alguien del pueblo se moría, y mi cabeza estaba puesta en mil juguetes y fantasías, mi mamá me ayudaba a agarrar recuerdos, decía: -¿Recuerdas cuando te mandó traerme aquella bolsa de compra? ¿Te acuerdas de cuando te regalaba canicas? ¿Y de cuando cenamos con ella en aquel restaurante? -Uno a uno me los iba dando en la mano, y cuando creía que tenía suficientes, me los ataba con un beso en la frente para que no se escapasen y se perdiesen. Yo hacía mucha fuerza para tenerlos bien sujetos contra mi pecho, y tenía mucho miedo de que se soltaran. Mamá me daba la mano, salíamos afuera y empezábamos a caminar por la calle de los arboles altos como gigantes, rojos y verdes, frescos y susurrantes, igual que todos los demás, iban como nosotros, de negro, con sus recuerdos bien agarrados, en un silencio roto únicamente por el oleaje de las ramas.

El sol nos daba de cara y nos cegaba convirtiéndolo todo en siluetas, se pegaba a la ropa, nos hacía sudar, como siempre que alguien del pueblo se moría...

Llegados al puente del encinar podía divisarse "un poco más allá" el viejo tanatorio, a lo lejos, solitario, sobre una leve colina. Se podía ver, cuando el sol te dejaba, una fina corriente de figuras negras caminando a paso solemne y procesionario, por un camino de tierra hacia el edificio. Miraba a menudo a mamá y a papá, y en sus miradas no podía descifrar si no una profunda tristeza, ese tipo de tristeza que parece que lloras con la voz en vez de con los ojos. Ellos no me miraban, y yo volvía a poner la vista al frente, entrecerrando los ojos para combatir la luz del sol.

En parte era como un sueño, imágenes difusas, escasos sonidos, una atmósfera espesa y silente, ni agradaba ni desagradaba, simplemente había que hacerlo...

Llegados a la sala del féretro, la gente formaba una fila de a uno y, tomándose su tiempo, iban turnándose para soltar sus recuerdos allí. Yo jugaba a que podía verlos entrar en ella como si se tratase de su propia alma. Cada vez que alguien abandonaba la fila, podía ver que aquella profunda tristeza había sido sustituida por una solemne tranquilidad, algunos hasta parecían sonreír. Llegó mi turno, y me coloqué ante Doña Camila, la cual yacía inerte con los ojos cerrados. 

Era tan anciana...

No sabía por donde empezar, así que tomé un recuerdo al azar, ese que hablaba de cuando me agarraba los  cachetes tan fuertemente y lo solté, lo dejé ir, así hice con el recuerdo de cuando se puso enfermita y yo le llevaba caramelos, con la anécdota de la navidad pasada, con los cachetes que me daba en el culo cuando le tiraba del pelo a su nieta... Así hasta terminar. Cuando volví a mirar su cara, juro que vi su sonrisa. Entonces sonreí yo, abandoné la fila, la sala, el pasillo, el edificio, y me senté en el banco de la calle a esperar a mis padres.

Recuerdo que, cuando yo morí, hacía mucho sol. La gente se vistió de negro, salió a la calle con sus recuerdos bien cogidos de la mano, recorrieron la calle de los árboles, cruzaron el puente del encinar, caminaron hasta el viejo tanatorio, y allí, uno por uno, se despidieron de mí con cientos de aventuras y una enorme sonrisa, y eso me hizo tan feliz... 


Cuando todos hubieron terminado, me senté un rato en el banco de la calle... y volví con mamá y papá.



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